Escucho las diferentes versiones de mi vida en una telaraña de líneas cruzadas.
Entre voces, incógnitas que se condensan en el auricular, distingo la llamada:
hay que salir, cómo hace Todomundo.
Para qué, no importa.
Sólo hay que seguir el gran río,
dejarse llevar por el flujo
que hace girar los engranes del gran molino:
nuestro infalible alimentador
que se alimenta de todos.
Un rumor decía que, de resistirme, el hambre con su alquimia me deformaría hasta hacerme comida de gusanos. Otro más, profetizaba que lejos del molino me volvería loco de soledad. Pero al ver a todos, sin excepción, adorar a los molinos deje de verlos gigantes y empecé a verlos más grises. Entonces sonó una llamada de emergencia: luego sonaba otra: más tarde miles que me pedían, como si fuera la canción de la semana, llevar trigo, llevar trigo y más trigo hasta que duelan los brazos.
Ya estaba listo para confesar que, tal vez, necesito repara mi cabeza para dejar de ver cómo si nunca estuviera despierto, para unir mi marcación a la nube de llamadas, pero la nube me lanzo un trueno en seco: dijo que yo soy el Conmutador.
Después de negarme tantas veces me llama Todomundo al mismo tiempo. Se desborda por los canales de mi oreja el torrente invocado al descolgar la bocina: alarmas todas las voces que preguntan el motivo de mi llamada y me ofrecen su alma en forma de tarjeta de crédito sin saber de la otra historia que me cuentan al unísono: una historia estridente, furiosa, una historia contada en el idioma banal del ruido blanco, que Todomundo conoce porque es nuestra única lengua. Una historia que sigue hasta la última hoja de calendario y el giro de manecillas final, a la que Todomundo agrega un doblez pero yo intento desanudar: yo soy el Conmutador, frente a un teléfono que continúa vomitando voces.
Entre voces, incógnitas que se condensan en el auricular, distingo la llamada:
hay que salir, cómo hace Todomundo.
Para qué, no importa.
Sólo hay que seguir el gran río,
dejarse llevar por el flujo
que hace girar los engranes del gran molino:
nuestro infalible alimentador
que se alimenta de todos.
Un rumor decía que, de resistirme, el hambre con su alquimia me deformaría hasta hacerme comida de gusanos. Otro más, profetizaba que lejos del molino me volvería loco de soledad. Pero al ver a todos, sin excepción, adorar a los molinos deje de verlos gigantes y empecé a verlos más grises. Entonces sonó una llamada de emergencia: luego sonaba otra: más tarde miles que me pedían, como si fuera la canción de la semana, llevar trigo, llevar trigo y más trigo hasta que duelan los brazos.
Ya estaba listo para confesar que, tal vez, necesito repara mi cabeza para dejar de ver cómo si nunca estuviera despierto, para unir mi marcación a la nube de llamadas, pero la nube me lanzo un trueno en seco: dijo que yo soy el Conmutador.
Después de negarme tantas veces me llama Todomundo al mismo tiempo. Se desborda por los canales de mi oreja el torrente invocado al descolgar la bocina: alarmas todas las voces que preguntan el motivo de mi llamada y me ofrecen su alma en forma de tarjeta de crédito sin saber de la otra historia que me cuentan al unísono: una historia estridente, furiosa, una historia contada en el idioma banal del ruido blanco, que Todomundo conoce porque es nuestra única lengua. Una historia que sigue hasta la última hoja de calendario y el giro de manecillas final, a la que Todomundo agrega un doblez pero yo intento desanudar: yo soy el Conmutador, frente a un teléfono que continúa vomitando voces.
Por Eliud Delgado (Ciudad de México, 1984). Estudia de Letras Inglesas en la UNAM. Ha publicado en las revistas Metate y Punto en Línea. Pertenece a devra.